De la mano del Torrontés, un recorrido por la ondulante geografía salteña.
Hay que llegar a Cafayate, vale la pena. Allí nomás cuando los valles Calchaquíes se instalan en la retina con las constantes de arbustos amarillentos a la vera del camino terroso, blanquecino, con esos cardos que se empeñan en elevarse del pedregoso suelo para lucirse, o quizá más vanidosos para hacerse adorar, entre las montañas enmarcando un infinito paisaje ondulante donde la nada misma parece cerca.
Allí, cuando nos acostumbramos a ese entorno que empata entre la hostilidad y la belleza, entre el cielo y la tierra, allí los viñedos aparecen y se extienden a los lados cuando aún conservan alguna que otra hoja entre el ocre y el ladrillo, entre el rojo y el bordó. Lo primero es Tolombón, pero hay que seguir.
Junto con la tierra desolada ahora vestida de vid, los primeros indicios de arquitectura de otros tiempos y las nuevas que imitan las edificaciones coloniales, más un sol siempre atento. Una plaza, una iglesia, una escuela, un puñado de locales de artesanía en derredor, peñas y en las calles aledañas hostels, hoteles, restaurantes, más artesanías y la huella del vino en una cuadrícula de 7 por 9 cuadras. Estamos en Cafayate, valió la pena llegar.
Nos hablaron de sus bodegas y de su Torrontés; de los tejidos en lanas y en fibras vegetales; de la mejor alpaca y de la plata que tanto acuñaron los antiguos pobladores. Nos hablaron de la gente, del genio de esa población que se afincó en las alturas y que no piensa bajar, porque desde aquí todo se mira desde otra perspectiva, ya verán.
Fuimos con una meta: degustar la cepa que tanta fama obtuvo en los últimos tiempos y, cual investigadores o más bien degustadores aficionados con ganas de aprender y de saborear los días en esta tierra, nos abocamos a la tarea, no para descubrir su mejor productor sino para conocer a los que más pudiéramos por eso de que en la variedad está el gusto y porque adoramos la diversidad y la particularidad en todo sentido.
El primer punto en el trayecto marca Bodegas Nanni. El pórtico en una de las calles referentes de la ciudad, nos habla de una casa de vinos antigua, de pisos de cerámica cocida que se repetirán en todas las estancias siguientes. Pesadas puertas, amplios ventanales, el lagar, las Piletas, las barricas.
Sus viñedos recorren las extensiones del Valle de Cafayate, con certificación orgánica favorecida por el régimen de lluvias muy escaso y vientos constantes que dan como resultado uvas de gran concentración polifenólica y de excelente sanidad.
Aquí cabe destacar que sus vinos orgánicos de altura implican una producción sustentable, uso racional de los elementos de la naturaleza, sin la utilización de ningún producto químico en el proceso de vinificación ni en la tierra.
El Torrontés se lleva la mitad de las partidas. La gran exposición solar favorece la cepa emblema y, la clarificación con yema, uno de sus baluartes. Además cuentan con Malbec, Cabernet Sauvignon, Tanat y un Bonarda que da que hablar.
El clima semi desértico, ventoso, de gran amplitud térmica -hasta 20º entre la noche y su día- con precipitaciones entre 40 y 80 mm anuales marca las cepas y sus caldos en las localidades en derredor sobre alturas que van desde los 1.700 a los 3.000 m.s.n.m.
Son vinos de una graduación alcohólica más alta que la que acostumbramos en Mendoza, casi todos superan los 13° y 14º y también, como en estos lados, la plantación de viñedos fue uno de los grandes signos de la colonia.
Muestra de ello son las antiguas barricas de algarrobo que se utilizaban cuando todavía no se precisaba demasiado sobre los aportes de la madera al brebaje.
Salta y Mendoza no sólo comparten los caminos del vino sino que muchos de sus hacedores se formaron en Cuyo y emigraron al Norte, la mayoría enólogos, para demostrar su sapiencia, además que muchas bodegas de por acá tienen sus viñedos de algunas variedades en los Valles Calchaquíes.
Mientras los ecos de la historia de la única bodega orgánica de la zona, que continúa en manos de la familia fundadora desde 1897, resuenan en la sala de degustación, un Torrontés Tardío Dulce Natural acompaña magníficamente los quesos de cabra locales, un sabor que arrastramos como recuerdo.
De las alcaparras al Torrontés
El proyecto original en los valles, del lado de Tucumán, a un kilómetro del límite político con Salta, era una plantación de alcaparras que efectivamente se llevó a cabo, salvo que los conejos acabaron con el sueño y con la producción.
Pero como es sabido, cuando hay ganas de hacer, hay que agudizar el ingenio y optimizar la oportunidad. En ese momento Alberto Guardia cambió un fruto verde por otro, de mayores tonalidades cuando está maduro, y encaró la bodega Arcas de Tolombón, con la más moderna infraestructura de producción en su segunda vendimia y con un camino trazado hacia el millón de litros.
A lo lejos aparece como un espejismo. Su edificación alude a la diosa del Valle Calchaquí, con forma de mazorca de maíz. Bajo una concepción bioclimática adaptada e integrada al paisaje, la construcción emula a las tradicionales casas de barro de Mali, de las cuales se conocen mezquitas de más de 400 años.
Una de las características fundamentales es que imita los nidos de las termitas, con entradas de aire en sectores inferiores y salidas de aire caliente por arriba. Es tan notable el sistema que no necesitan climatizadores, siendo un método óptimo para la vinificación. En su interior recuerda un panóptico ya que desde el centro se observan todas las estancias.
Fueron artesanos de Colalao quienes realizaron, con sus técnicas ancestrales, cada ladrillo de pisos y paredes, utilizando la leña y la tierra de la propia finca. Incluso están estampados a mano, como para que no quede duda esto de aprehender el entorno, de hacerse parte de él.
Las naves fueron orientadas como lo disponían los Incas, con la distribución del Tahuantinsuyo. Así se conecta la elaboración del vino con los frutos de la tierra y todo con el cosmos. Está tan mimetizada con la naturaleza, hasta en los mínimos detalles, que al ver la bodega desde la senda de tierra, se observa que las salientes se parecen a los cardos en las montañas vecinas.
Pero la conexión es intrínseca, cuenta con un sistema de techos verdes que pronto dejará crecer avena. La cava con capacidad para 350 barricas tiene muros permeables, como usaban los pobladores de Chan Chan, con malla drenante y cobertura vegetal, precisamente vides.
Y la relación no sólo es con el entorno natural, también con la comunidad. En la actualidad trabajan en un proyecto de integración con los habitantes para adentrarlos en las tareas de la vitivinicultura.
Tolombón era la capital de los valles donde vivían 250 mil aborígenes que fueron los que más resistieron la colonia, entre ellos Juan Calchaquí. Ahora sólo 250 personas transitan los polvorientos caminos, por ello la capacitación en asuntos enológicos, es un bálsamo para sus economías.
Un sueño de siete vacas
Enfrente, a lo lejos, a 3.000 m.s.n.m, el Puesto Jacomisquy, también parte de la propiedad de Arcas de Tolombón. Es un sitio que no sólo da la posibilidad de observar cóndores, suris y guanacos a escasos metros sino que, además, es una posta histórica parte del camino del Inca y también utilizada años más tarde por los ideólogos de la patria.
Ahora cuenta con viñedos: Malbec, Pinot Noir y Sauvignon Blanc y con los habitantes de siempre, una familia, los Guanca, que mucho han aportado a la mística del lugar. Porque como saben, en estos parajes las leyendas crecen con las personas y ellas con los cuentos que contaron los de antes y que siguen contando hoy.
Entonces cuando Domingo Guanca aseguró que allá arriba cazaba leones, los de abajo le preguntaron qué había hecho con las pieles.
Un día el hombre que pasa sus días con los cóndores soñó que 7 vacas lo perseguían por el puesto absolutamente nevado. Algo naturalmente imposible, pero era eso, sólo un sueño. Sin embargo, Alberto Guardia lo tomó como un augurio, por el número, y cuando a la semana efectivamente nevó en el lugar, decidieron que sería una bendición.
Por eso una de las líneas de la bodega se denomina Siete Vacas. En su etiqueta aparecen los animales, el puesto, las vides y el vino, pero también la luna y el cielo estrellado, cercano, llaves, paraguas y hasta un ovni, porque a un hermano de Domingo se lo llevó un plato volador y lo devolvió tartamudo, pero ése es otro cuento.
Cierto es que los caldos fueron premiados y el relato de las 7 vacas que persiguieron a Guanca una noche de nieve, recorre el mundo.
En el magno paisaje plagado de jume, algarrobo negro, cachiyuyo, -vegetación típica de los suelos salitrosos y pedregosos-, que por esas cosas de saber ver la oportunidad ahora se cortan con hileras de vides, el camino terroso, blanquecino, nos regresa a Cafayate, donde siempre vale la pena llegar.
Signos de la historia
Bodega El Esteco es un icono salteño y nacional. Es la firma que perteneciera a David y Salvador Michel que se transformara después de la unión matrimonial del primero con Gabriela Torino, en Michel Torino -1892-1991- y que en los últimos años fue adquirida por Peñaflor quien cambió su denominación. Ahora sólo utilizan los dos apellidos para las líneas de exportación y para un vino de mesa que se produce en Mendoza.
El edificio de amplias galerías con techos de madera, puertas y ventanas de un verde característico de muchas de la edificaciones de 1800, se levanta en un paraje cálido en el que la cordillera hace un lugar.
Producen 4 millones de litros anuales de las 450 hectáreas cultivadas para sus líneas Elementos, Don David, Ciclos y Áltimus y otras que sólo se dedican al exterior.
La visita discurre entre las viejas piletas, muchas en desuso; los tanques de acero inoxidable y la moderna línea de producción.
Pero es la sala de barricas de pisos de tierra y piedra, con techos de palo y caña, y los patios internos, como las galerías del frente con arcos de medio punto, pisos de ladrillones con aura de siglos, las que cuentan los años de viñateros y elaboradores, la trayectoria de un lugar y de sus creadores.
Calidez es el adjetivo que resume la visita teñida de historia. Y cómo no, si parte de la edificación fue erigida entre 1740 y 1770, no hay fecha exacta; lo que sí es certero es que siempre se hicieron buenos vinos.
Junto a la bodega, se encuentra la casa patronal que se conserva tal cual fuera construida en el siglo XVIII. Hoy alberga al exclusivo alojamiento Patios de Cafayate. Si cuenta con tiempo además de la recorrida habitual puede realizar un tour arqueológico por las extensiones de la finca Las Rosas, un lujo del que no se arrepentirá.
La primera, sigue vigente
Vasija Secreta es la posta que sigue. Es el acceso a la localidad vitivinícola y la primera bodega de la zona. La Casa Córdova y Murga, se remonta a la primera mitad del siglo XVIII, por tanto mucho vino ha corrido en los lagares entre paredes de adobe y techos de torta de barro que aún persisten en algunos sectores.
En la visita se descubre un establecimiento añejo y toda la tecnología en procesos de producción, una mezcla entre la tradición y la modernidad.
Si uno pregunta le contarán sobre el pasado, sobre los viejos depósitos que almacenaban víveres para las estancias familiares, porque llegar a Cafayate no era fácil. Entonces guardaban maíz, quesos, grasas, charque, chalonas de ovejas y hortalizas.
También podrá conocer sobre la vinificación de otros días observando las grandes tinajas de barro donde fermentaba el mosto y se guardaba el vino cuando no habían toneles ni cubas; los noques de cuero de novillo donde los aborígenes pisaban la uva y las prensas de tuercas, tan características, de principios del siglo XIX.
La construcción se erigió alrededor de un patio. De un lado estaba la bodega; también había casas, hoy administración, y luego el tiempo y las exigencias de la industria dieron sitial a otras formas y a otro confort.
A pesar de ello persisten áreas intactas como las cavidades de ladrillo abovedadas debajo de los lagares.
Por los primeros días del establecimiento la vendimia se realizaba durante dos o más meses, los racimos transformados en mosto por las noches se enfriaban demasiado demorando la fermentación; por ello debían calentarlos colocando fuego en la bóvedas subterráneas.
Hoy esos huecos suelen albergar las bicicletas de los trabajadores de la finca. La visita al Museo del vino Bodega La Banda termina de perfilar la historia que cuentan los muros.
Antes o después de la visita una parada en el restaurante contiguo lo agasajará con tablas de fiambres, bocados regionales y una completa degustación de escabeches: de conejo, búfalo, pejerrey y cabrito, que bien maridan con los vinos de la casa.
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